Capítulos

Mercado de valores

Hace un tiempo, en una de esas tertulias matinales que acostumbramos hacer en el bar con los amigos, en medio del debate futbolero se nos coló la voz de un locutor que salía de la radio que está en una estantería detrás del mostrador, disimulada entre la botella de Gancia, la ginebra Bols y el cartelito que dice "Sanguche de milanesa 1 peso".

La voz del locutor daba la información del MERVAL: Acciones, títulos, bonex, bocón, trigo, soja, girasol, mercado ganadero... Bajas, alzas, entrada y salida de vacunos en Rosario y en Liniers. En fin, un montón de números que no mejoraban ni empeoraban nuestro día.

En ese momento, Alfredo, el periodista profesor hincha de Banfield, propuso la necesidad de crear un mercado donde coticen otros valores que estén de acuerdo a lo que ofrezcan las noticias del día. Periodistas de cada medio apostados frente a una gran pizarra donde uno se entere por ejemplo, si el olvido está en alza o en baja. A cuanto cotiza el desamparo, la mentira, la justicia, la alegría, la soledad... Así se nos ocurrió esto de pensar en un mercado de valores que reaccione a las corridas, pero del alma.

Muchos de los que saquearon el “ispa” y vendieron hasta la biyuterí de la nona, aparecen en los medios opinando cómo va la cosa. Un pibe de barrio Plata está en Coronda por una bici que no robó. El valor de la justicia se cae a pique. La impunidad crece hasta límites insospechados.

La birra, el faso y la yuta acechan por las esquinas. Allí, donde el único Dios es Patricio Rey. Donde se afanaron las llaves de la puerta de salida. Allí, el desencanto aparece con un alza considerable.

Un chico de cuatro años le pregunta a su padre quién enciende las estrellas. El futuro, entonces, sube su cotización algunos puntos.

En Refinería matan a un tachero por un par de billetes. Otro obrero cae de un andamio en una obra en construcción. La desocupación desmiente a los índices oficiales. La bronca, la indignación y la asfixia, también están en alza.

Un torturador camina libre por las calles. Sin embargo, los que laburan contra el olvido siguen juntando los retazos de la historia, y sostienen estable el valor de la memoria.

Voces confiables afirman que la verdad podría volver a ser asesinada en estos parajes del sur. Esa versión hizo crecer el riesgo afecto, el riesgo proyecto y el riesgo confianza.

Existe también una crónica diaria que vive alejada de los grandes medios de comunicación. La crónica de la gente que se enamora, que se ilusiona, que resiste... Que le pelea al presente con cada pedacito de alegría que se gana de prepo. Por ellos, en nuestra pizarra imaginaria, en nuestro mercado de valores, y más allá de los titulares de la semana, los sueños, retobados y necios, perduran en alza.

_________________________________________________________________________________

El viejo Zata y el ofrecimiento

La dictadura había dado el último zarpazo en Malvinas, Charly aseguraba que los dinosaurios iban a desaparecer. Entonces, cantábamos al sol como la cigarra después de varios años bajo la tierra, aunque de vez en cuando, todavía, soñábamos con serpientes... Yo tenía entre 19 y 20 años y me aburría frente a un tablero dibujando aire acondicionados para transporte. Allí fue donde conocí al viejo Zata...

El hombre empuñaba sabiamente el torno. Conocía todos los secretos del afilado de herramientas y de la dureza de los metales. Además, era un lector apasionado.

El caso es que cada vez que me acercaba al torno con un plano de trazo prolijo pero irrealizable en la práctica, el viejo insultaba mi ignorancia; aunque después, con esa ternura que se empeñaba en disimular, dejaba caer las culpas en mi falta de experiencia...

“No pibe, eso así no va”, decía, “...vos tendrás mucha escuela técnica, pero para ganarte el respeto de los fierros tenés que meter las manitos en la grasa... no sé si entendés...”

Algo de razón tenía, aunque a veces exageraba un poco; y uno entraba en el juego sabiendo que el reto terminaba con alguna cita robada a José Ingenieros. Adentro del bolso, junto a la vianda y la taza para el mate cocido, él llevaba un ajado ejemplar de “El hombre mediocre”, como quien lleva una Biblia.

El viejo Zata no era muy querido entre los muchachos de la fábrica. A decir verdad, hay que reconocer que Ingenieros y Almafuerte le habían transmitido cierta soberbia intelectual que lo alejaba -en apariencia- del campo popular. Prefería hablar de Nietzsche o Dostoievski a escuchar a Gardel, y esto no era bien visto por sus compañeros que imaginaban a ese tal Dostoievski desafinando la melodía de “Cuesta abajo”, y para peor, en ruso.
El fútbol tampoco le importaba demasiado, y ya se sabe que por estos lares ése es un camino irremediable hacia la marginalidad.

Cuando llegaba el mediodía el viejo se sentaba solo en el comedor, y yo me fui acostumbrando de a poco a sentarme junto a él.
Me gustaba escucharlo contando historias de anarquistas, de mujeres perdidas, me llevaba a la guerra civil española, y por ahí, se le perdía la mirada en algún sueño roto...
Mi curiosidad quedaba atrapada hasta por los silencios del viejo Zata.
El resto del tiempo en la fábrica se hacía interminable.

Cada tanto, desde la oficina, escuchaba cómo domesticaban a un jefe de sección.
Escogían a uno de los muchachos y lo preparaban para asumir el mando. Le ofrecían algunos billetes más a cambio de delatar a quien no marcara el paso. El nuevo jefe salía con el pecho erguido y poniendo distancia.
Ésa era la señal.
Al otro día, dejaba el overol, vestía un delantal azul y ya no hacía bromas con los demás ni compartía el vestuario...

Recuerdo haber tenido la sensación de que todos, secretamente, esperaban que alguna vez los llamaran para hacerles el ofrecimiento.

Un buen día, le llegó la jubilación al gringo que había sido durante años el jefe de la sección tornería, y al gerente se le ocurrió ofrecerle el cargo al viejo Zata, quizás, suponiendo que la parca relación del viejo con la gente de la fábrica era un buen antecedente para ocupar el puesto.

Esa mañana el viejo pasó en silencio por al lado del tablero sin mirarme... Se cerró la puerta y escuché el discurso conocido: de la gran posibilidad, de la importancia del puesto, de la gran familia, y otra vez los espejos de colores que solían vender allí dentro...

Me temblaba el alma.

Pensé en los relatos que tendría que desatar de mi memoria.

Aunque al fin de cuentas, él no había sido el héroe de ninguna de las historias que me contó. Fui yo quien lo había metido de quijote. Cuando salga, pensé, le voy a decir que lo comprendo, que las deudas, el alquiler, los gustos que siempre postergó, que José Ingenieros nunca había estado en una situación como esa... En ese instante escuché la respuesta del viejo Zata...

“No señor, no me interesa. Yo sé bien cuál es mi lugar...”

Vi abrirse la puerta y la cara iluminada del viejo que me guiñaba un ojo y sonreía.
Se me ocurrió pensar que había estado toda su vida esperando ese día, con la misma obstinación del coronel de García Márquez, el que se negaba a vender el gallo y cuando su mujer furiosa le preguntaba qué era lo que iban a comer, respondía ¡Mierda!. Como tantos otros que prefieren la renuncia a la traición, aunque el fin de mes demore siglos de angustia.

Como ellos, el viejo Zata ocupa un lugar en la galería de los héroes cotidianos, y en medio de tanta rapiña y tanta decepción, es bueno tenerlos a mano cuando uno se pregunta por el paradero de la dignidad.


_________________________________________________________________________________



La locura dePardal


La coherencia tiene un costo. Esto lo puede corroborar la leyenda de Eugenio Pardal, un hombre que llevó hasta las últimas instancias el precepto de ser consecuente con cada uno de sus dichos. Todo lo que expusiera en una reunión de amigos, en la charla de la oficina, o en su casa, delante de sus hijos, debía corresponderse con sus actos mundanos.

Esto suena bien y hasta parece sencillo. No tenía más que mostrar con los hechos cada una de sus palabras. Sin embargo, puede resultar demasiado complejo si se lo lleva a los extremos que recorrió Eugenio Pardal.

El hombre no aceptaba para su existencia ni la más justificable de las contradicciones. La simple compra de un par de zapatillas le demandaba meses buscando las de industria nacional. En septiembre de 1989, con la privatización de ENTEL, renunció al uso del teléfono. Se rehusó a ir a los cines instalados en lugares donde alguna vez hubo una fábrica, abandonó su pasión por el fútbol desde que las camisetas empezaron a usar sponsor y se negaba a escuchar música que hubiera sido grabada en una compañía multinacional.

En frenéticas discusiones con sus compañeros de tertulia, Pardal siempre sostuvo que los supermercados representan una de las mayores perdiciones de los tiempos modernos. Nadie puede afirmar si las razones que lo impulsaban a hacer esa afirmación eran ideológicas, románticas o una mezcla de ambas, lo cierto es que amaba entrañablemente la costumbre de ir al almacén. Se podría argumentar que lo atraía el trato directo con el almacenero y el saber que la sola pronunciación de una frase mágica “anótemelo en la libreta” alcanzaba como toda clave para conseguir fiado sin necesidad de recurrir a la rigurosidad de comprobar el frío saldo de una tarjeta de crédito. Su mujer, mientras pudo, trató de complacerlo pero, ante la casi desaparición de los almacenes del barrio y la obstinación de Eugenio, terminó comprando alimentos a escondidas en el autoservicio de la zona.

En los últimos tiempos, llegando al colmo de su cruzada por la coherencia, emprendió la tarea de revisar la historia y analizar la actuación de cada prócer para decidir si transitaba o no la calle que llevara su nombre. Eugenio desde entonces evitó atravesar por arterias a las que consideraba de nombre ingrato. En su lista negra se encontraban, entre otras: Balcarce, Presidente Roca, Mitre, Colón, Alvear, Uriburu, Sarmiento (en realidad con Sarmiento tenía una conducta ambigua, a veces la cruzaba y otras no)... Con esta actitud también encontró escollos difíciles de sortear, sobretodo teniendo en cuenta que el hombre viajaba en colectivo y que para llegar a algunos lugares, en muchas ocasiones, tenía que subir y bajar como diez veces de diferentes líneas.

Nuestro cronista anduvo por Barrio Azcuénaga tratando de saber qué había sido de la vida de Eugenio Pardal. Pudimos enterarnos de que su mujer hizo las valijas y se marchó con un proveedor del supermercado, sus hijos decidieron irse a vivir a España, y cuentan los vecinos que consiguieron trabajo en un shopping...

En cuanto a Eugenio Pardal nadie tiene certezas sobre su paradero. Sin embargo, hay quienes aseguran haberlo visto arrastrar su alma con un libro de Arturo Jauretche bajo el brazo, caminando siempre por Avenida Belgrano o por San Martín y consultando su lista de próceres cada vez que llega a una esquina...

“Era un buen hombre pero perdió la razón...” nos asegura confidente una señora luciendo una remera que en grandes letras fucsias proclama: “I love New York”.


_________________________________________________________________________________


El hombre que dejaba todo por la mitad

La historia venía de lejos. Carlos Alfonso Vidal nunca terminó su papilla, ni acabó con su manzana rayada, aunque nadie en ese momento podía sospechar que llevaría esta costumbre de dejar todo por la mitad a los extremos a los que llegó en su adolescencia y en sus años maduros.
Sus profesores de secundario todavía lo evocan con una sonrisa... “Nadie como él para hacer una redacción...”, recuerda la docente de lengua, “Su descripción de los personajes y el paisaje eran inigualables, uno sentía que formaba parte del lugar que narraba. Pero, por alguna extraña razón, en lo mejor del relato, entregaba la hoja”.

La profesora de matemáticas sostiene que le costó mucho hacerle llevar la materia porque estaba segura de que él tenía conocimientos como para resolver los ejercicios más complicados. Sin embargo, nunca terminó de descomponer una fracción...

Se le escapó la niñez sin completar un álbum de figuritas ni una vuelta entera en la calesita.

Carlos Alfonso Vidal abandonó la escuela cuando promediaba segundo año.

Su problema se acentuaba con el paso del tiempo. Por esa razón transitó innumerables oficios. Pintó casas por la mitad. Recorrió siendo mozo las parrillas de la ciudad, de las que terminaba siendo despedido por olvidar la mitad de lo que los comensales le pedían. Intentó rebuscárselas como cantor de tangos, pero la audiencia terminó molestándose cuando Vidal en el medio de “Mano a mano”, arrancaba con “Desencuentro”, y así sucesivamente. Siempre evadiendo los finales.

El tiempo corría y su dificultad iba tomando mayores dimensiones. Se vestía con una sola media, un solo zapato, a veces usaba sólo pantalón, y otras, sólo la camisa.

El análisis no le sirvió de mucho porque cuando promediaba la hora de sesión, decidía marcharse.
El hombre evitaba los desenlaces.

Nunca acabó un cigarrillo ni una cerveza. Jamás presenció el final de una película, de un partido de fútbol, ni de una obra de teatro. Leyó la primera parte de las más grandes obras de la literatura universal y esto contribuyó a su visión intrincada de la vida, porque las tramas, generalmente, se resuelven en la segunda mitad.

En las cosas del amor, solía desaparecer después de la conquista. Nunca pudo pasar una noche entera con una mujer. No encontraba nada interesante para compartir después de tres o cuatro horas, y el ansia de salir corriendo se le anunciaba cuando empezaba a complicarse para completar las frases.

Una de sus mujeres confesó a este cronista que la última vez que estuvieron juntos, Vidal le dijo: “Quiero que sepas...” Se produjo un silencio y luego finalizó con un lacónico: “Es por eso que...” Después, se alejó y jamás lo volvió a ver.
El rastro de Carlos Alfonso Vidal se fue perdiendo sin que nadie pudiera decirnos dónde habrá ido a parar.

El cronista del C.A.P. ha perseguido en vano el destino de este hombre.

Sus huellas siempre se desvanecen en la mitad del camino, como si fuera la alegoría de un país con una independencia ejercida por la mitad y con un himno a medio cantar. Un país plagado de sueños pendientes.

De allí, quizás, haya nacido la inquietud de escribir esta crónica. Una crónica sin grandes conclusiones.

Solo abrigamos la tierna sospecha de que la muerte lo buscará y no podrá con él, porque nadie como Vidal para gambetear los finales.


_________________________________________________________________________________


“Yo te avisé”

Hay frases que debieran ser desterradas de este costado del Universo por su prontuario. Frases oscuras, de tiempos oscuros. Frases que amenazan, rebelan, dan asco… Haga usted un rápido ejercicio de memoria y las sentirá caer sobre su cuello. Al pronunciarlas queda en la boca un gusto amargo que sabe a bronca y a impotencia: “Algo habrán hecho”; “Las urnas están bien guardadas”; “Los argentinos somos derechos y humanos”…y podríamos seguir hasta ahogarnos en el barro.

Esas frases dejaron sus rastros, y por ahí todavía se cuela eso de que “Acá lo que hace falta es una mano dura”…

Existen otras sentencias que se han ganado un espacio en la galería de las grandes traiciones: “Con la democracia se come, se educa…”; “El que apuesta al dólar pierde”; “Felices Pascuas”; “Síganme, que no los voy a defraudar”… Fotografías de un país que una y otra vez conoció el breve espacio que separa a la ilusión del desencanto.

Pero hay también frases, que aunque no merecen tanto rencor como las mencionadas, son jodidas. Expresiones cotidianas, molestas, incómodas… ortivas; que se meten en su oído cuando menos las necesita.

Hay una que me viene dando vueltas desde hace unos días, una a la que desprecio con toda el alma: “Yo te avisé”…

“Yo te avisé”, es una sentencia dolorosa porque siempre aparece desde un lugar cercano a los afectos. Siempre es arrojada desde la intimidad por alguien que se precia de ser amigo o tal vez un familiar… “Yo te avisé”, llega detrás de un fracaso o una desilusión, y solo sirve para hacer más dolorosos ese fracaso y esa desilusión.

Usted se había enamorado perdidamente de una mujer pérfida, llena de malicia. La relación, como era de suponer, termina con su corazón destrozado, y mientras busca desesperado el olvido, mientras busca una explicación que atenúe tanto dolor, en ese momento, aparece una voz que termina con el resto de su entereza… “Yo te avisé”, le dicen; y usted se siente más estúpido, más derrotado…

En lugar de aliviarlo, le terminan dando el golpe de gracia.

El “Yo te avisé”, llega de arriba, del que se supone experimentado, iluminado, el que está de vuelta. Una mente preclara que nunca se equivoca.

“Yo te avisé”, cuando uno sale sin paraguas y se desata un diluvio que lo deja de cama. “Yo te avisé”, cuando usted pelea por algo que cree justo y termina en la calle. “Yo te avisé”, cuando fuiste (con tus años) a jugar al fútbol y terminaste desgarrado. “Yo te avisé”, cuando la camisa destiñe; cuando el limonero se seca; cuando el equipo pierde; cuando el llamado no llega…

“Yo te avisé”, cuando no funcionaron el padle, la calesita, el bar temático, la peña y otras tantas empresas que cayeron en desgracia justo cuando vos invertiste todos tus ahorros en ellas.

“Yo te avisé”, siempre aparece detrás de una equivocación, detrás de una apuesta que no resultó, detrás de una esperanza que no pudo hacer pié.

Se podría imaginar, salvando las distancias, que a Belgrano, a Moreno, al “Che”, se habrán acercado amigos prudentes para señalarles: “Yo te avisé”…

El que dice “Yo te avisé” cuando asiste al derrumbe de un sueño, no entiende que ese tipo que está hecho pelota, creyó en algo. Creyó en algo en lo que no era fácil creer. Creyó en algún improbable. Es sencillo predecir por dónde va a salir el sol y por dónde se va a esconder. Por eso los amigos de la sensatez, los que andan siempre con el paraguas encima, le habían avisado. Pero qué quiere que le diga, cuesta soñar que la cosa cambie si partimos de lo concreto…

Por eso, a modo de sugerencia, cuando encuentre al amigo que termina de estrellar su cara contra alguna pared después de creer en alguna desmesura… lo mejor es el silencio, el abrazo, y en todo caso; si quiere ensayar algún consuelo, podría probar diciendo: “Es solo cuestión de insistir”.